viernes, 18 de noviembre de 2011

El Olympic o la necesidad de relatar cosas

Quizás muy poca gente lo sepa pero el acto de producción de un relato es un pacto de dos. Y entre ambos debe existir la misma correspondencia: alguien debe tener las ansias suficientes para transmitir un suceso y alguien debe tener las mismas ansias de recibirlo. Si esa unión de fuerzas se rompe, el relato vagará entonces como una simple anécdota a la espera de ser contada. El punto de quiebre para que un acontecimiento sea un relato es la capacidad que éste tenga para tocar la más íntima fibra del interés del receptor, pasando por todos las escalas de la atención, incluso el morbo.
En este sentido recordé la historia del Olympic. El Olympic fue el barco más grande de su tiempo, fue construido en los astilleros Harland & Wolff en Irlanda del Norte y realizó su viaje inaugural el 11 de Junio de 1911. La embarcación lo tenía todo: capacidad para albergar a 2.435 pasajeros y a una tripulación conformada por 860 integrantes, una sala de Primera Clase totalmente alfombrada, una piscina interior, un gimnasio, una cancha de squash, un baño turco, una biblioteca y una peluquería. Tenía decoraciones inspirados en estilos del clasicismo y los camarotes estaban adornados con revestimientos de madera blancos y costosos muebles de roble y estufas eléctricas. Contaba además con baños compartidos equipados con agua caliente y fría. Las suites tenían imponentes salas de estar con enormes chimeneas empotradas. A los costados de las cubiertas estaban los paseos equipados con mesas, reposeras y sillas de mimbre mientras que el comedor central de la primera clase era de estilo jacobino, en combinación de paneles blancos y muebles de caoba, con lámparas en todas las mesas y vitrales que recibían la luz natural de una hilera doble de ojos de buey.
Además, con sus 269 metros de eslora, superaba a sus inmediatos competidores por ser “la nave más grande que haya surcado los mares”: el Mauretania y el Lusitania. El Olympic realizó viajes regulares uniendo Liverpool con New York hasta que en 1914 fue confiscado por la Marina británica para transportar tropas durante la Primera Guerra Mundial. Durante la contienda sobrevivió a cuatro ataques submarinos y se dio el lujo de hundir al submarino alemán SM U-103, que quería embestirlo.
Terminada la guerra, volvió a los viajes de placer surcando el Atlántico Norte hasta que terminó sus servicios en 1935, año en que fue vendido a un particular y posteriormente desguazado. 
Sin embargo, y a pesar de su rica historia, el Olympic no pudo escapar de su peor de sus enemigos: el olvido. No se han hecho películas en su honor y es casi desconocido por las nuevas generaciones. Alguien, en un ejercicio de aproximación semántica, advertirá el parecido de su nombre al de otro famoso transatlántico de la época. Y no se equivoca: el Olympic fue el hermano gemelo del otro barco insignia de la White Star Line, el Titanic. Mucho mejor, ya que luego del hundimiento de su hermano fue rediseñado (se le agregaron 48 botes salvavidas a los 68 ya existentes y fue aumentada la altura del doble fondo, haciendo que el casco fuera más resistente) transformándose en el verdadero “imposible de hundirse”, título que tan efímeramente tuviera el Titanic.
Y es ahí donde el destino se une con los fines prácticos del relato. El Olympic no fue a dar contra un iceberg, no se hundió, no se llevó consigo a 1.500 pasajeros y no se financiaron millonarias expediciones para recuperar sus restos. Muy por el contrario: terminó con éxito todos sus viajes y terminó desguazado en un astillero de Escocia.
Aunque yo prefiero pensar que todavía sigue viajando, surcando sin prisa las heladas aguas del olvido esperando ser, como en este caso, rescatado.   





jueves, 17 de noviembre de 2011

La noche antes de las trompadas

Casi no te conozco y ya siento que tengo que pedirte perdón. Y sí: no todas las primeras citas terminan en el hospital. Pero por lo menos vas a tener una anécdota graciosa para contarles a tus amigas.
Quisiera comentarte cada detalle pero se me escurre de la memoria. Solo me acuerdo que estábamos tomando unos tragos y después, la batahola. No me acuerdo si antes comimos. Pero seguramente que lo hicimos: ninguna cita arranca con las copas. A menos que te haya conocido en el boliche.
Sí, es probable que te haya conocido en el boliche porque ahora que te veo no te ubico ni de la facultad ni del trabajo. Ni mucho menos del barrio, conozco a todas y cada de esas chicas. Y a muchas en la intimidad. Claro, por eso no recuerdo el momento exacto en que nos conocimos: porque no planeamos una cita sino que coincidimos en el lugar. Y el hecho de que me acompañaras al hospital habla de una muy buena onda entre nosotros.
Entonces: si no planteamos una cita significa que llegué al lugar con amigos, porque yo odio ir a los boliches solo. De hecho: detesto cualquier actividad que tenga que hacer solo. Entonces llegué hasta el boliche con mis amigos y allí nos conocimos. Lo que no puedo articular es tu carita con el revoleo de piñas que se armó después. Hay un hecho faltante en el medio de ambos acontecimientos. Salvo que uno tenga que ver con el otro pero no lo creo posible.
Sólo sé que en algún momento de la noche me agarré a piñas con alguien y no me acuerdo por qué. Y fue una pelea bastante importante, de esas en donde tu supervivencia depende de la cantidad de trompadas que pegues. Y no creo haber sido yo el culpable de la batahola. Y mucho menos vos.
Ahora me acuerdo: fue por culpa del Cuervo. En realidad de Pablo, que le decimos el Cuervo porque está estudiando abogacía aunque hace seis años que está cursando materias de primero. Pero le tenemos fe, es un buen pibe. Y es casi seguro que fue por culpa de una mina, porque desde que lo conozco todos los problemas del Cuervo estuvieron relacionados con las minas. Es una obsesión que tiene: no puede hablar con una chica sin el objetivo de llevársela a la cama. Si hasta el viejo le dice que se metió en la facultad para conocer chicas nuevas. Habrá pasado lo que siempre pasa en estos boliches: se debe haber encarado a una rubia que tenía novio, y digo rubia porque su nivel de testosterona se eleva al techo cuando está frente a una, y ahí se desató la locura. Y yo me tuve que meter a dar trompadas, porque no se puede abandonar a un amigo aunque se trate de un calentón de mierda que vive todo el día alzado.
Perdoná que sea grosero, pero me da bronca haberte abandonado para salvar al idiota del Cuervo. Y te agradezco mucho que no me veas como un idiota parecido a él. Porque al fin de cuentas: yo me ligué una paliza por el sacrosanto código de la amistad. Seguro eché a perder una noche maravillosa y, aunque lo niegues, debés estar enojada porque te noto muy distante. Lo que no puedo recordar es el momento exacto en que te conocí. Que fue antes de la pelea seguro… o fue después.
A ver: nosotros llegamos a las dos de la madrugada al boliche y lo primero que hicimos fue ir a la barra. Ahora me acuerdo: fuimos a la barra porque en la previa comimos unas papas fritas que había traído el Guille que nos dieron una sed de locos. Fuimos a pedir una de esas cervezas que te sirven en un vaso gigante y ahí se armó la pelea, porque el Cuervo se dio vuelta para llamar al Guille y le tiró el vaso a un pelado que tenía detrás. Claro: la rubia del problema no fue una mina sino la cerveza que le tiró al pelado.
El tipo se puso como loco y le exigió al Cuervo que le pagara la cerveza, pero éste lo mandó a la mierda. Empezaron a los gritos y cuando me quise dar cuenta ya había tres tipos que le querían pegar al Cuervo por lo que tuve que meterme a repartir piñas. En eso aparecieron los de seguridad del boliche pero uno se ligó un botellazo. Yo lo agarré al Guille, que se estaba defendiendo con una silla, para irnos del lugar y de repente… la nada misma.
Seguro que me dieron con algo, porque sino no hubiera terminado en el hospital, pero ahora lo que no me explico es cómo entraste vos en la historia. A menos que nunca hayas estado en el boliche y te haya conocido cuando… Ah!.
Por supuesto: ahora todo cierra. Y disculpe por haberle querido tocar el culo recién, doctora.



Los ladrones de antes tenían Códigos.

Don Amadeo cerró los ojos y respiró profundo. Podía escuchar como el viento acariciaba con suavidad las copas de los árboles. En el cielo, y solo secundada por algunas estrellas, la Luna regaba su tenue blancura sobre los techos de las casas.
A esas horas, el barrio regalaba su verdadera cara y recobraba la tranquilidad tantas veces robada por las modernas exigencias de la vida diurna. Y es por eso que Don Amadeo amaba caminar de noche, recorriendo las calles de cordones pintados. Algunas veces lo hacía con la compañía de su radio portátil sintonizada en alguna emisora de tangos. Y otras, solo bastaba la ofrenda de su silbido al aire.
Su mujer, la bella Leonor, no perdía ocasión para decirle que esa era una costumbre de viejos. La había conocido en un burdel en la calle Defensa, meses después de la Revolución del Parque, donde sorprendía a clientes desprevenidos. Ambos llevaban un matrimonio glamoroso, siempre adictos a las fiestas, abiertos a las nuevas experiencias de cualquier índole y mudándose convenientemente para evitar controversias. Y si bien Don Amadeo todavía mantenía su preferencia por invitaciones alocadas, se daba su tiempo para gozar de entretenimientos más simples como pasear por las noches con su infaltable boina y la bufanda anudada al cuello antes los cada vez más insistentes reproches de su mujer. Leonor reía burlona al afirmar que el paso de los años había hecho estragos en el temple de su esposo y que solo le faltaba el bastón para recibirse de jubilado. Don Amadeo refunfuñaba y respondía que el tiempo transcurrido le había hecho apreciar las cosas más simples de la vida. A decir verdad: los años nunca fueron un problema para ellos.
 Caminaba con sus sentidos entregados al viento y a los sonidos callados de la noche cuando advirtió que una persona, que hasta ese momento transitaba por la vereda opuesta a la suya, cruzó la calle con la idea manifiesta de interceptarlo. Don Amadeo apretó los puños dentro de sus bolsillos y miró alrededor. El hecho de ver la zona vacía lo reconfortó. Ambos coincidieron frente a una casa escasamente iluminada producto de los frondosos árboles que la misma tenía en su frente.
-¿Tiene una moneda, Don? – preguntó la persona al pasar a su lado. Por el tono de su voz, Don Amadeo pudo advertir que se trataba de un joven de no más de veinte años. Supuso también que ocultaba dentro de su campera deportiva azul algún tipo de arma o de objeto punzante. Y sobre todo, que el inquieto movimiento de sus ojos era la evidencia perfecta de su falta de experiencia en los abordajes nocturnos.
-No, amigo. No tengo nada – respondió Don Amadeo con naturalidad. Y porque los chicos de ahora le dicen “amigo” a cualquiera.
-¡Dale, guacho! ¡Qué no vas a tener! – dijo el joven sacando un revolver del interior de su campera y apuntando hacia Amadeo. Éste levantó las manos y trató de ser lo más conciliador posible.
-Está bien. Yo algo de plata tengo. Pero quedate tranquilo y guardá el arma.
Don Amadeo pidió permiso con la mano y comenzó a bajarla hacia el bolsillo posterior de su pantalón, donde tenía la billetera. El joven perdía de a poco la paciencia con la lentitud de su asaltado y giraba repetidas veces hacia atrás. En uno de esos movimientos, Amadeo pudo advertir unas facciones conocidas en ese joven armado.
-Quizás no sea el mejor momento para decirlo pero creo que yo a vos te conozco – dijo Amadeo ante la súbita desesperación del joven, que se tapó la cara con el brazo que le quedaba liberado y comenzó a proferir insultos.
Amadeo optó por callarse y acercó su billetera hacia el asaltante. Su mayor preocupación era evitar que el joven disparara y que el ruido despertara a los vecinos. No quería fingir una herida y mucho menos responder preguntas incómodas a policías curiosos. Pero su mente no paraba de traerle imágenes. ¿Dónde había visto esa cara? Amadeo lamentó profundamente no tener un contacto más fluido con la gente del barrio. Pero si su rostro le llamaba la atención debía estar ligado a su pequeño círculo de actividades.
-El celular. ¡Dale! – gritó el joven una vez que tuvo la billetera en su poder.
¿Dónde había visto esa cara? Y si tan solo Leonor estuviera con él para ayudarlo. Ella que es tan inquieta y se que se esfuerza por vincularse con la gente y trata por todos los medios de incluirlo en sus actividades. Amadeo buscaba sin éxito su celular al tiempo que el asaltante perdía su compostura. ¿Dónde había visto esa cara?
Finalmente, Don Amadeo llegó a la conclusión y una sonrisa se dibujó de forma involuntaria en su pálida cara. Como siempre, Leonor era la clave.
-¡Claro que te conozco! Vos sos el hijo del mueblero. El otro día fui al negocio a averiguar el precio de un sillón que a mi mujer le había encantado y me atendiste vos porque tu viejo no estaba. ¡Vos sos de acá!
El joven se inmovilizó al escuchar eso. Solo atinó a mantener la mano extendida hacia Amadeo esperando un celular que no iba a llegar nunca.
-¡Te quemo, hijo de puta! – gritó el joven apuntando hacia la cara de su asaltado mientras las ramas de los árboles comenzaban a moverse con mayor intensidad.
-¿Quemarme? ¿Con este viento? – respondió Amadeo ya cuando el ruido de las hojas era incontenible y el viento comenzaba a elevar la tierra de las calles. Una rama golpeó con dureza la cara del joven al punto de desestabilizarlo. Cuando se incorporó, solo tenía frente a sí la oscuridad de la vereda, el ruido de las hojas y la luna llena derramando su blancura. Ninguna señal de Don Amadeo.
El joven giró sobre sus pasos apuntando al vació cuando una voz que pareció venir de los cuatro puntos cardinales retumbó en sus oídos: “¿No te dijo tu mamá que no se le afana a la gente del barrio?”. En ese momento, el joven sintió cómo una mordida le desgarraba el cuello y que ese dolor lacerante le impedía escapar. Quiso dispararle a eso que lo sostenía por detrás pero una mano muñida de garras le cortó la muñeca y le obligó a soltar el arma, que dio a parar al centro de la calle. El joven entonces intentó golpear al extraño que lo atacaba pero se dio cuenta que ni siquiera podía mover los brazos y que su conciencia se esfumaba con cada gota de sangre que le era succionada.
Cayó de bruces contra el suelo, quiso incorporase pero le resultó imposible. Con un hilo de raciocinio pudo ver la lívida cara de Don Amadeo, sus colmillos desbordando los límites de su boca y sus ojos inyectados de sangre dirigiéndose hacia el cielo. La escena se fue volviendo cada vez más borrosa y el joven dejó de respirar.
Don Amadeo se limpió la sangre todavía caliente que chorreaba de su boca y se acomodó la boina. Luego fue hacia el centro de la calle, tomó el arma y la arrojó a una zanja cercana. Y continuó caminando, silbando ese tango de Pugliese sobre la ventanita del arrabal. Y meditando sobre cómo la modernidad iba borrando los límites y el respeto. Y los códigos. Porque quizás la frase esté gastada pero por ello no dejaba de ser cierta: los ladrones de antes tenían códigos. Y eso que Amadeo había conocido ladrones a lo largo de su vida, pero como los de ahora…

Cuando llueve en Los Sauces

A simple vista, la localidad de Los Sauces no es muy diferente de las otras ciudades agrícolas del sur de la provincia de Buenos Aires. Calles tranquilas, niños jugando en las plazas, banquitos en las puertas de las casas, habitantes gentiles y trabajadores. Es un pueblo cuyo mayor don es haber logrado su propio ritmo, muy distinto a la de las grandes ciudades cosmopolitas.
Sin embargo, lo que ha hecho extraordinario a Los Sauces es un misterio de casi dos siglos y que la ha convertido en materia de estudio de meteorólogos, físicos, hombres de la iglesia, parapsicólogos y científicos de las más diversas ramas: todos los 5 de Noviembre llueve en esa ciudad. A veces puede caer una pequeña llovizna y otras veces el meteoro puede estar acompañado por inquietantes ráfagas de viento. Sea como sea, ese día en el pueblo es el más especial, porque el sol muestra su cara ausente y el cielo parece retorcerse sobre las cabezas de sus habitantes. Y lo más perturbador es que el fenómeno solo se circunscribe al radio del pueblo, ya que ninguna de las ciudades linderas parece verse afectada.
Muchos afirman que se trataría de un milagro y hasta se intentaron organizar procesiones a la iglesia de Los Sauces; movida que siempre se estrelló contra la negativa del párroco y de los lugareños. Otros, los menos, sostienen que las lluvias responderían a una especie de maldición que se bate contra el pueblo y aconsejan no visitar el lugar los 5 de Noviembre ya que cualquier cosa que sea mojada por la tormenta se transformaría en algo maldito. Producto del cielo o del infierno, hay un hecho que es inapelable: todos los 5 de Noviembre llueve en la ciudad de Los Sauces.
Y para dar cuenta sobre las causas del fenómeno, se han tejido las más diversas y complejas teorías. Los más simplistas aseguran que Los Sauces, al encontrarse en una zona de baja presión atmosférica, favorece la formación de nubes convectivas. Estas nubes, conocidas vulgarmente como“cumulunimbus”, son las que vienen cargadas con tormentas. Al acercarse el final del equinoccio de primavera en el hemisferio Sur, el acercamiento paulatino de esta zona al sol producto del ángulo de inclinación del eje del planeta; aumenta la disponibilidad de energía en el subsistema austral climático terrestre y produce cambios en la circulación atmosférica regional. El ingreso de aire cálido y húmedo del Norte, sumado a un incremento de la radiación solar y la formación de perturbaciones sinópticas del Oeste, promovidas por el creciente proceso de calentamiento en esa parte del continente en esas épocas, son las producen las lluvias que caen todos los 5 de Noviembre en la ciudad.
Sin embargo, la teoría que más aceptada entre los pobladores del lugar es la que une a dos sucesos en apariencia inconexos: el romance de Encarnación Godoy y Francisco López, y la pueblada del 5 de Noviembre de 1839.
Según los cronistas, la de Encarnación y Francisco era una de esas historias de amor para toda la vida. Ella era la bella primogénita del dueño de la pulpería. Él era uno de los tantos campesinos que trabajaban en los campos del poderoso estanciero Gervasio Aranguren. No se sabe con exactitud el momento en que se conocieron. Muchos sostienen que nacieron enamorados, a pesar de haber venido al mundo con varios meses de diferencia, y que unirse era una mera consecuencia natural. Otros dicen que se conocieron una tarde en que Francisco acompañó a su padre a la pulpería y que verse, sonrojarse y enamorarse fue un proceso que duró segundos pero marcó sus corazones de por vida. Desde ese momento, el joven Francisco acudió a la pulpería todas las noches después de agotadoras jornadas de trabajo solo para verla. No importaba si el inclemente sol de la pampa cuarteaba su espalda o la lluvia inundaba los caminos, él llegaba todas las noches. Y ella sentía que la garganta se le cerraba de dicha cada vez que lo veía entrar por la puerta. Como el tiempo conspira en contra del amor y Francisco no podía gastarse el jornal en la pulpería solo para verla, le confesó su amor una tarde y ella correspondió las ansias del muchacho con un tímido beso. A partir de ese momento fueron inseparables y Francisco gastaba sus manos trabajando los campos con el solo fin de juntar dinero y casarse con Encarnación.
Sin embargo el destino, que es la suma de decisiones propias y ajenas y es tan frágil como las hojas del otoño, puede por esa misma fragilidad engullir hasta lo más puro. Corría el año 1839 y el país avanzaba hacia un polvorín. Un entredicho diplomático, que ocultaba un trasfondo comercial, explotó entre el gobernador Juan Manuel de Rosas y Francia. Y el país europeo respondió enviando una poderosa flota que bloqueó el Río de la Plata. Esto movilizó a los opositores de Rosas que comenzaron a conspirar para derrocar su gobierno.
Por su parte los estancieros, que habían sido los que catapultaron a Don Juan Manuel al poder y avalaban con su silencio las despiadadas prácticas de represión del Dictador, comenzaron a protestar porque el bloqueo les impedía exportar sus productos y sus ingresos habían caído considerablemente. Se fueron produciendo grietas entre los que apoyaban a Rosas y no pocos hacendados se pasaron a las filas de los conspiradores.
Fueron estos últimos los que pergeñaron un plan que estaba destinado a cambiar los destinos del país: Rosas sería asesinado en Buenos Aires a manos del hijo del Presidente de la Junta de Representantes, mientras el unitario Juan Lavalle arribaría con un ejército desde Norte para adueñarse de la ciudad. Los estancieros, por su parte, agrupados en la denominada “Coalición de los Libres del Sur”, se sublevarían contra el tirano y tomarían el poder de la campaña. De más está decir que este minucioso plan contaba con el apoyo de los franceses.
Fue el Juez de Paz de Los Sauces, presionado por los estancieros, quien declaró la sublevación del pueblo y las calles se llenaron de eufóricos detractores del gobernador que incendiaron las banderas federales y destruyeron los cuadros de Rosas que había en la iglesia. Francisco y Encarnación vivieron esos sucesos con alegría y con plena inconciencia de lo que realmente estaba ocurriendo. Si bien él se colocaba la divisa punzó cada vez que iba a la pulpería o a realizar cualquier otra diligencia y ella debía su nombre a la esposa del Restaurador de la Leyes, ambos se decían federales más por costumbre que por convicción política. Y disfrutaron sin culpa de las botellas de vino que se multiplicaban por miles en el pueblo y de los payadores que, al son de guitarras, volcaban al viento sus coplas de liberación.
Pero al acercarse Noviembre, las noticias de Buenos Aires congelaron de terror el corazón de los pobladores de Los Sauces: el complot para asesinar a Rosas fracasó de forma estrepitosa y se cobró la vida del Presidente de la Junta de Representantes y de su hijo; Lavalle no invadió Buenos Aires y los franceses se negaron a intervenir en forma directa en el plan desestabilizador.
Los estancieros se encontraron súbitamente solos y obligados a enfrentarse ante una partida de dos mil hombres que había sido despachada desde Buenos Aires para “disciplinar” a los pueblos del Sur. Sin embargo, y a pesar de las condiciones adversas, los hacendados comprendieron que era tarde para rendirse y decidieron formar un ejército para hacer frente al que venía por sus cabezas. Y como sus fuerzas eran inmensamente inferiores, los dueños de los campos y el juez de paz de Los Sauces decidieron tomar una medida extrema: obligar a punta de pistola a los gauchos y campesinos a sumarse a ese ejército. Francisco, que hasta ese momento solo vivía para casarse con Encarnación, se vio de repente obligado a cumplir una sentencia de muerte.  Su primer impulso fue correr hasta la pulpería para verla, pero en el camino se encontró con un grupo de campesinos decididos a enfrentarse a las fuerzas policiales que recorrían casa por casa reclutando hombres. A las pocas horas, las balas se adueñaron del aire y el hecho pasó a la historia como La Pueblada. Era 5 de noviembre.
Los cronistas discuten sobre el final de Francisco López. Algunos dicen que su cuerpo sin vida fue encontrado en las polvorientas calles cuando finalizó el enfrentamiento. Otros dicen que fue fusilado junto con los cabecillas del alzamiento campesino. Son más específicos con el final de Encarnación: todos coinciden en que se dejó morir de hambre luego del asesinato de su amado.
Y también son unánimes con la apreciación de que desde ese día las gotas riegan esas mismas calles, ahora asfaltadas, como recordatorio de aquellos días infames. Algunos sostienen que el altísimo se encarga de limpiar con lluvias la sangre derramada de los inocentes hermanos. Otros que son las lágrimas de Encarnación que caen por el trágico final de su historia de amor.
Sea como sea, todos los 5 de Noviembre llueve en Los Sauces, y no pocos juran haber visto en la noche a dos sombras deambular por el Museo Municipal, enclavado donde años antes estaba la vieja pulpería.




miércoles, 16 de noviembre de 2011

El llanto femenino y el Orden de las cosas

Puede sonar presuntuoso, pero la primer mujer que hice llorar en mi vida fue a mi señorita de primer grado. Y no está mal que lo recuerde porque fue mi primera experiencia de la tristeza ligada a la ruptura de un Orden establecido.
La tarea era la habitual: la “seño” dictaba una serie de palabras y cada uno de nosotros debía escribirlas renglón por renglón, con un mismo tipo de letra y “con una misma lapicera”. Esta indicación fue subrayada varias veces porque muchos de nosotros teníamos la costumbre de escribir cada letra de un color distinto formando un errático arco iris en el papel que estéticamente podía quedar muy bonito, pero que no respondía a los fines prácticos de la tarea.
Y yo, que en ese momento pensaba que las reglas estaban dadas para que Otros las cumplan (aún lo sigo pensando, pero en esa época más) tomé mis lápices de colores y comencé a escribir tratando de seguirle el ritmo a la seño. Después fui quedando rezagado. Y al final, cuando el dictado terminó, yo no había llegado a escribir ni la mitad de las palabras. Cuando la seño llegó a mi banco, me reprendió por no haber usado la lapicera y me advirtió que si volvía a usar los lápices de colores en un dictado me pediría directamente el cuaderno de comunicados. Luego procedió a calificarme. Las notas en los alumnos de primer grado suelen ser muy expresivas: las excelentes o muy buenas se ilustraban con una carita sonriente, las buenas y regulares con una carita seria. Y a mí, que no había terminado el dictado y que para colmo la había desobedecido, me tocó una carita llorando.
Y no es casual que en este sistema tan perversamente modelado la enseñanza de los chicos esté a cargo de mujeres. El llanto femenino sigue siendo la respuesta más terrible ante una promesa rota, una expectativa no alcanzada, una frase fuera de lugar, una amenaza de separación o simplemente, como lo muestra el ejemplo de la seño, el hecho de sentirse traicionadas.
Es la única arma frente a la cual el hombre se siente desarticulado. Uno puede lidiar frente a una mujer enojada (que es, básicamente: no haciendo NADA y dejarla ser), pero una mujer llorando es inabordable. Uno puede hacerle frente a la furia con más furia, pero frente a la culpa no hay escape. Y mienten los hombres que alegan una cierta inmunidad, porque la culpa nos toca a todos y llega acompañada con la frase lacerante: “¡Boludo! La hiciste llorar”.
Uno puede optar entre abrazarla, consolarla, hablarle, escucharla (aunque no emita sonidos), NADA o todo eso junto sabiendo de antemano que ninguna opción es la correcta porque cada mujer reacciona diferente.
Y a lo largo del tiempo se sucederán situaciones en donde las mujeres llorarán y los hombres reaccionarán impávidos frente a ese fenómeno que coloca los reflectores sobre ellos sin saber que decir. Y ese llanto será la alarma ensordecedora que indica que se ha roto el Orden establecido. ¿A qué remite ese orden establecido? Ni idea. Pero sospecho que está relacionado con el deseo fracturado de la mujer que llora. Y mientras permanezca ese interrogante, siempre habrá caritas llorando sobre lo que hicimos, no hicimos, tendríamos que haber hecho o dejamos de hacer.




martes, 15 de noviembre de 2011

La Chica que me dijo que NO porque...

Nunca fui bueno con las mujeres. Y no tengo problemas en admitirlo. No es algo que me enorgullezca, porque la mayoría de las cosas que provocan felicidad en la vida de un hombre está relacionado con las mujeres. Y tampoco me preocupa demasiado. Es simplemente una realidad. Y no es que tenga limitaciones en cuanto al habla, todo lo contrario. Pero me siento mucho más cómodo hablando ante un auditorio de doscientas personas que ante ella. Y digo ella porque todos mis problemas con las mujeres pueden aplicarse a una en particular. Ella. Y digo ella también porque nunca supe su nombre, ni su edad, ni sus gustos ni ningún otro aspecto de su vida que no fuera su aspecto físico; tan llamativo para mí como para los otros parroquianos y siempre sentada en la barra del bar. Tampoco supe por qué motivo se sentaba allí todos los días a la misma hora, pero siempre que salía de la facultad ahí estaba ella. En ese momento imaginé que se trataba de una señal, de una puesta en escena perpetrada por un destino favorable que colocaba al amor de mi vida en el mismo bar que frecuentaba. Al poco tiempo desestimé esa posibilidad y concluí que solo se trataba de una coincidencia.
Pero ella siempre se sentaba en ese lugar y yo hacía lo propio varias mesas atrás. Por suerte nunca me dio motivos para celarla ya que no hablaba con nadie, apenas con el mozo que le servía su café; aunque a veces sucumbía ante la tentación de pedirse un submarino y otras veces pedía una bebida de taza grande que nunca pude especificar. Para mi desconsuelo siempre estaba sola y digo esto porque su soledad ponía de manifiesto mi incapacidad de acercarme a ella de alguna forma y todo junto redundaba en mi eterno problema para enfrentar al amor.
Como dije antes, no se trataba de una imposibilidad para desenvolverme en el campo de la palabra ni mucho menos con una barrera para relacionarme con otras personas. Me considero un tipo inteligente, ocurrente, gracioso y mi fascinación por los libros no hicieron de mí un literato pedante y mal humorado sino un tipo calido que siempre tiene un tema de conversación. Cualquier hombre ducho en las artes amatorias y en las de la seducción tomaría estos puntos favorables para llamar la atención de cualquier señorita que le caiga en gracia. Muy por el contrario, cada vez que estaba frente a una chica que me gustaba, yo me volvía en un cúmulo de nervios que transformaban mis frases, que en otros ámbitos serían interesantes, en verdaderos jeroglíficos vocales que me acercaban más a la figura de un personaje escapado del cotolengo.
Mis amigos, no mucho más cultos que yo pero casados, me dijeron que mis inconvenientes aparecen cuando el deseo se pone de manifiesto. “Es miedo al éxito, papá…” me dijo el negro Juárez una vez en un asado en la casa del coreano. “Lo que pasa es que estás buscando a la mujer de tu vida, y no es así. En vez de pensar en la mujer definitiva tenés que pensar en la próxima mujer. Y así es todo más fácil…” me aconsejó el Ricky Miccetti; casado felizmente dos veces y separado eufóricamente dos veces también. “A las mujeres hay que cogerlas, no hay otra. La mejor forma de entrarle a una mina es por entre las piernas…” me dijo Lisandro Fernández del Vitar, decano de la carrera de Filosofía y Letras, en un arresto de sinceridad.
Lo cierto es que ella llegaba, se sentaba en la barra, pedía un café y luego se iba dejando cuenta y propina en el mismo rollo de billetes. Y con ella se iban mis ansias de abrazarla y besarla dando paso así a una agonía de veinticuatro horas hasta volverla a ver, esquiva y distante, pero mucho más hermosa que el día anterior.
Fue así que decidí pasar a la acción y dejarme de lamentar por las cuentas pendientes. Y supuse que la mejor forma de acercarme a ella y confesarle mi amor mudo y expectante era con lo que mejor sabía hacer: un poema. Si históricamente, el hombre había pasado de la palabra hablada a la palabra escrita quizás en el amor, con su vieja costumbre de transgredir lógicas, se podría hacer el camino inverso.
Pasé casi toda la noche en vela bosquejando algo que transmitiera de forma más o menos fiel mis sentimientos. De lo que estaba seguro es que mis versos debían llegar a sus manos escritos de puño y letra en una hoja. Alrededor de las cuatro y media mi obra ya estaba terminada. No era digna de ser incluida en las obras cumbres de la nueva poesía latinoamericana, pero era la confesión de un hombre enamorado y eso estaba por encima de cualquier estilo literario. O por lo menos era lo que pensaba cuando terminé de leerla por octava vez.
El día posterior fue duro. Las horas robadas al sueño hicieron mella en mi cuerpo a tal punto que tuve que elevar mi consumo de cafeína un doscientos por ciento. Pero todo sacrificio estaba justificado con tal de lograr de ella una sonrisa. Es increíble con lo poco que se conforma un enamorado.
Cuando terminó la clase fui corriendo hasta el bar de la esquina. Ella estaba sentada como todas las tardes. Tuve miedo, dudé en entrar pero luego me decidí y abrí la puerta en un acto de hartazgo más que de heroísmo. Mientras me acercaba a ella tramé un plan de acción. Lo más adecuado sería dejarle el poema y luego sentarme en una mesa como todas las tardes. Estaba de espaldas cuando le acerqué el papel. Ella se dio vuelta, me miró confundida, luego miró mi mano y me volvió a mirar.
-Te escribí esto porque me parecés muy bonita…y bueno…no sé…se me ocurrió escribirte- le dije mirando al piso y corrí a sentarme a una mesa cerca de la ventana.
Desde allí la observé. Leyó con detenimiento mi poema. Sonrió. El rostro se le iluminó. Es más: nunca la había visto tan exultante como en ese momento. Miró hacia donde yo estaba, sonrió con mayor amplitud y se acercó con gran soltura trayendo con su mano izquierda el papel y sosteniendo la taza de café con su otra mano. Mis pulsaciones comenzaron a elevarse a cada paso que ella daba. Me pidió permiso para sentarse y  yo accedí automáticamente. Luego se mordió el labio inferior y comenzó a hablar:
-Antes que nada, muchas gracias. Es muy lindo el poema y el piropo. Pero hay cosas que no entiendo. La métrica por ejemplo. Muchos dirán que la estructura del soneto es anticuada, pero a mí no me importa. La poesía, como cualquier producción literaria, tiene que tener una lógica estructural porque es eso lo que la diferencia de otras expresiones. En tu caso: ¿es una sola estrofa gigante o está dividida de alguna otra forma que no llego a ver? Si está dividida, tengo que decirte que el conjunto de versos está armado de forma muy precaria. Y si es una sola estrofa, lo que escribiste se parece más a un discurso que a una poesía. Y no te lo digo como una pretensión estilística, sino porque la construcción de las estrofas realza lo que se quiere decir y facilita la lectura.
Permanecí inmóvil un largo rato. En algún momento tuve la sospecha de que todo se trataba de una broma, de una recriminación intelectual que servía de excusa para un histeriqueo. Pero cuando ella dio un sorbo a su café y continuó desmenuzando mi poema entendí que estaba equivocado.
-Otro tema preocupante son los versos. No pretendo que sean alejandrinos pero tampoco no podés rimar cualquier cosa. ¿Sabías que Borges destruyó la letra del tango “Uno” solo porque Discépolo rimaba “esperanzas” con “ansias”? Y estamos hablando de un genio de la canción- dijo abriendo los brazos. La verdad es que Borges destruyó a Discépolo por su amistad con Eva Perón, no por su producción artística. En ese momento no atiné a decírselo. Es más: no atiné a decirle nada. –Además tenés muchos versos terminados en infinitivo. “Algún día poderte abrazar” ó “mi amor de su celda se podrá liberar”. Es fácil rimar verbos en infinitivo, pero eso también lo sabe un chico de tercer grado. Y esta clase de verbos no deja nada concreto, es como si estuviera todo en potencial. Si querés abrazarme, hacélo. No lo pongas en potencial. ¿No te parece?
-O sea que tengo una posibilidad.
-¿Conmigo? ¡No! – contestó y reprimió una risa. –Pero te veo futuro. Si no podés llegar a decirle a una mujer lo que te pasa con ella, vas a escribir tantas poesías que no solo vas a corregir estos errores sino que hasta vas a lograr un estilo propio. Y si te cansás de escribir, vas a poder perfeccionar tus técnicas de conquista. Sea como sea, las dos posibilidades son muy buenas.
Permanecimos varios minutos en silencio, ella terminando de tomar su café y yo recogiendo mis trozos de alma que se habían diseminado por todo el local. Luego sacó su monedero, sacó un billete de cinco pesos y lo colocó debajo de la taza. Cuando me preguntó si tenía fuego le contesté que no. Acto seguido se paró y se fue no sin antes decirme:
-Igual me encantó.
Y me quedé sentado y sin consuelo, imaginando como sería ella cuando las cosas le disgustan.