Nunca fui bueno con las mujeres. Y no tengo problemas en admitirlo. No es algo que me enorgullezca, porque la mayoría de las cosas que provocan felicidad en la vida de un hombre está relacionado con las mujeres. Y tampoco me preocupa demasiado. Es simplemente una realidad. Y no es que tenga limitaciones en cuanto al habla, todo lo contrario. Pero me siento mucho más cómodo hablando ante un auditorio de doscientas personas que ante ella. Y digo ella porque todos mis problemas con las mujeres pueden aplicarse a una en particular. Ella. Y digo ella también porque nunca supe su nombre, ni su edad, ni sus gustos ni ningún otro aspecto de su vida que no fuera su aspecto físico; tan llamativo para mí como para los otros parroquianos y siempre sentada en la barra del bar. Tampoco supe por qué motivo se sentaba allí todos los días a la misma hora, pero siempre que salía de la facultad ahí estaba ella. En ese momento imaginé que se trataba de una señal, de una puesta en escena perpetrada por un destino favorable que colocaba al amor de mi vida en el mismo bar que frecuentaba. Al poco tiempo desestimé esa posibilidad y concluí que solo se trataba de una coincidencia.
Pero ella siempre se sentaba en ese lugar y yo hacía lo propio varias mesas atrás. Por suerte nunca me dio motivos para celarla ya que no hablaba con nadie, apenas con el mozo que le servía su café; aunque a veces sucumbía ante la tentación de pedirse un submarino y otras veces pedía una bebida de taza grande que nunca pude especificar. Para mi desconsuelo siempre estaba sola y digo esto porque su soledad ponía de manifiesto mi incapacidad de acercarme a ella de alguna forma y todo junto redundaba en mi eterno problema para enfrentar al amor.
Como dije antes, no se trataba de una imposibilidad para desenvolverme en el campo de la palabra ni mucho menos con una barrera para relacionarme con otras personas. Me considero un tipo inteligente, ocurrente, gracioso y mi fascinación por los libros no hicieron de mí un literato pedante y mal humorado sino un tipo calido que siempre tiene un tema de conversación. Cualquier hombre ducho en las artes amatorias y en las de la seducción tomaría estos puntos favorables para llamar la atención de cualquier señorita que le caiga en gracia. Muy por el contrario, cada vez que estaba frente a una chica que me gustaba, yo me volvía en un cúmulo de nervios que transformaban mis frases, que en otros ámbitos serían interesantes, en verdaderos jeroglíficos vocales que me acercaban más a la figura de un personaje escapado del cotolengo.
Mis amigos, no mucho más cultos que yo pero casados, me dijeron que mis inconvenientes aparecen cuando el deseo se pone de manifiesto. “Es miedo al éxito, papá…” me dijo el negro Juárez una vez en un asado en la casa del coreano. “Lo que pasa es que estás buscando a la mujer de tu vida, y no es así. En vez de pensar en la mujer definitiva tenés que pensar en la próxima mujer. Y así es todo más fácil…” me aconsejó el Ricky Miccetti; casado felizmente dos veces y separado eufóricamente dos veces también. “A las mujeres hay que cogerlas, no hay otra. La mejor forma de entrarle a una mina es por entre las piernas…” me dijo Lisandro Fernández del Vitar, decano de la carrera de Filosofía y Letras, en un arresto de sinceridad.
Lo cierto es que ella llegaba, se sentaba en la barra, pedía un café y luego se iba dejando cuenta y propina en el mismo rollo de billetes. Y con ella se iban mis ansias de abrazarla y besarla dando paso así a una agonía de veinticuatro horas hasta volverla a ver, esquiva y distante, pero mucho más hermosa que el día anterior.
Fue así que decidí pasar a la acción y dejarme de lamentar por las cuentas pendientes. Y supuse que la mejor forma de acercarme a ella y confesarle mi amor mudo y expectante era con lo que mejor sabía hacer: un poema. Si históricamente, el hombre había pasado de la palabra hablada a la palabra escrita quizás en el amor, con su vieja costumbre de transgredir lógicas, se podría hacer el camino inverso.
Pasé casi toda la noche en vela bosquejando algo que transmitiera de forma más o menos fiel mis sentimientos. De lo que estaba seguro es que mis versos debían llegar a sus manos escritos de puño y letra en una hoja. Alrededor de las cuatro y media mi obra ya estaba terminada. No era digna de ser incluida en las obras cumbres de la nueva poesía latinoamericana, pero era la confesión de un hombre enamorado y eso estaba por encima de cualquier estilo literario. O por lo menos era lo que pensaba cuando terminé de leerla por octava vez.
El día posterior fue duro. Las horas robadas al sueño hicieron mella en mi cuerpo a tal punto que tuve que elevar mi consumo de cafeína un doscientos por ciento. Pero todo sacrificio estaba justificado con tal de lograr de ella una sonrisa. Es increíble con lo poco que se conforma un enamorado.
Cuando terminó la clase fui corriendo hasta el bar de la esquina. Ella estaba sentada como todas las tardes. Tuve miedo, dudé en entrar pero luego me decidí y abrí la puerta en un acto de hartazgo más que de heroísmo. Mientras me acercaba a ella tramé un plan de acción. Lo más adecuado sería dejarle el poema y luego sentarme en una mesa como todas las tardes. Estaba de espaldas cuando le acerqué el papel. Ella se dio vuelta, me miró confundida, luego miró mi mano y me volvió a mirar.
-Te escribí esto porque me parecés muy bonita…y bueno…no sé…se me ocurrió escribirte- le dije mirando al piso y corrí a sentarme a una mesa cerca de la ventana.
Desde allí la observé. Leyó con detenimiento mi poema. Sonrió. El rostro se le iluminó. Es más: nunca la había visto tan exultante como en ese momento. Miró hacia donde yo estaba, sonrió con mayor amplitud y se acercó con gran soltura trayendo con su mano izquierda el papel y sosteniendo la taza de café con su otra mano. Mis pulsaciones comenzaron a elevarse a cada paso que ella daba. Me pidió permiso para sentarse y yo accedí automáticamente. Luego se mordió el labio inferior y comenzó a hablar:
-Antes que nada, muchas gracias. Es muy lindo el poema y el piropo. Pero hay cosas que no entiendo. La métrica por ejemplo. Muchos dirán que la estructura del soneto es anticuada, pero a mí no me importa. La poesía, como cualquier producción literaria, tiene que tener una lógica estructural porque es eso lo que la diferencia de otras expresiones. En tu caso: ¿es una sola estrofa gigante o está dividida de alguna otra forma que no llego a ver? Si está dividida, tengo que decirte que el conjunto de versos está armado de forma muy precaria. Y si es una sola estrofa, lo que escribiste se parece más a un discurso que a una poesía. Y no te lo digo como una pretensión estilística, sino porque la construcción de las estrofas realza lo que se quiere decir y facilita la lectura.
Permanecí inmóvil un largo rato. En algún momento tuve la sospecha de que todo se trataba de una broma, de una recriminación intelectual que servía de excusa para un histeriqueo. Pero cuando ella dio un sorbo a su café y continuó desmenuzando mi poema entendí que estaba equivocado.
-Otro tema preocupante son los versos. No pretendo que sean alejandrinos pero tampoco no podés rimar cualquier cosa. ¿Sabías que Borges destruyó la letra del tango “Uno” solo porque Discépolo rimaba “esperanzas” con “ansias”? Y estamos hablando de un genio de la canción- dijo abriendo los brazos. La verdad es que Borges destruyó a Discépolo por su amistad con Eva Perón, no por su producción artística. En ese momento no atiné a decírselo. Es más: no atiné a decirle nada. –Además tenés muchos versos terminados en infinitivo. “Algún día poderte abrazar” ó “mi amor de su celda se podrá liberar”. Es fácil rimar verbos en infinitivo, pero eso también lo sabe un chico de tercer grado. Y esta clase de verbos no deja nada concreto, es como si estuviera todo en potencial. Si querés abrazarme, hacélo. No lo pongas en potencial. ¿No te parece?
-O sea que tengo una posibilidad.
-¿Conmigo? ¡No! – contestó y reprimió una risa. –Pero te veo futuro. Si no podés llegar a decirle a una mujer lo que te pasa con ella, vas a escribir tantas poesías que no solo vas a corregir estos errores sino que hasta vas a lograr un estilo propio. Y si te cansás de escribir, vas a poder perfeccionar tus técnicas de conquista. Sea como sea, las dos posibilidades son muy buenas.
Permanecimos varios minutos en silencio, ella terminando de tomar su café y yo recogiendo mis trozos de alma que se habían diseminado por todo el local. Luego sacó su monedero, sacó un billete de cinco pesos y lo colocó debajo de la taza. Cuando me preguntó si tenía fuego le contesté que no. Acto seguido se paró y se fue no sin antes decirme:
-Igual me encantó.
Y me quedé sentado y sin consuelo, imaginando como sería ella cuando las cosas le disgustan.